EL BARROCO DESCALZO DE ERICK BLANDÓN:
Vida, metamorfosis y muerte de El Güegüense como identidad nacional
Por Sofía Montenegro
01 de Septiembre 2003
Quiero agradecer a Erick Blandón la oportunidad de comentar lo que el llama un “viaje incompleto y accidentado por las pistas del discurso letrado nicaragüense”, recogido en su libro Barroco descalzo. Creo que peca de modesto. En mi opinión se trata más bien de una formidable, acuciosa y erudita pesquisa sobre la articulación del poder y la dominación cultural en Nicaragua a través del control de la sexualidad y la palabra, en un arco de tiempo que va desde 1492 hasta nuestros días.
Este libro constata aquello dicho por Jeffrey Weeks, de que el órgano sexual más importante en los humanos es “aquél que está entre las orejas”, puesto que a través del estudio de diversos textos de la historia y la literatura nacional, queda en evidencia que la sexualidad se refiere tanto a nuestras creencias, ideologías e imaginaciones como al cuerpo físico. Al respecto Blandón señala de manera certera que “a diferencia del sexo, la sexualidad es una producción cultural que representa la apropiación del cuerpo humano y de sus capacidades por un discurso ideológico”. Este discurso, no es otro que el de la visión religiosa europea impuesta a través de la colonización de territorios, cuerpos y mentes, erigida en el núcleo central de la idea hegemónica de lo nacional o de lo culturalmente significante.
Barroco descalzo alude no sólo al estilo extravagante de ornamentación desarrollado en los siglos XVII y XVIII, caracterizado por la profusión de volutas y adornos superfluos, sino a cierta visión del mundo complicada y retorcida, donde se escamotea la realidad, que, siendo más poderosa, sobresale como unos pies desnudos por debajo de todo el oropel.
La disertación del autor es un metódico e inexorable desnudamiento del canon literario y del pensamiento que ha prohijado la idea de la identidad nacional. Se trata de una obra oportuna y refrescante que ojalá dé pie a la apertura de una revisión de la idea de lo nacional y de ese concepto tan poco debatido y teorizado como es el de la nación, particularmente en esta época cuando el estado‐nación esta siendo avasallado por ese proceso de neocolonialismo denominado globalización.
Erick Blandón impugna el dogma del “admirable mestizaje indo‐hispano” y de una supuesta identidad nicaragüense cifrada en la obra El Güegüense o Macho Ratón, identidad que habría sido descubierta e inventada por el gran pope de la misma, Pablo Antonio Cuadra, quien desempolvó de los arcones de la Colonia viejos sueños imperiales, dudosos linajes hispanos y la redencionista maternidad de la iglesia católica para su construcción.
Esta operación de desmantelamiento, porque literalmente le quita todos los mantos y trapos a la idea de identidad nacional de PAC dejando en cueros la matriz ideológica 1
colonialista con que se ha venido constituyendo nuestra subjetividad, parte de una mirada extrañada dentro del espacio interno de lo “nacional”, puesto que el autor proviene de la zona norte‐central del territorio. A diferencia del Pacífico, esta región no tiene grandes tradiciones de fiestas mestizas, pero sí de resistencia indígena ante el colonialismo interno. Este dato es el que permite al autor levantar las cejas en extrañeza ante el discurso homogeneizante de lo nicaragüense y elaborar su crítica desde la perspectiva de los estudios subalternos, en una crítica al etnocentrismo oligárquico.
El concepto de subalterno alude tanto a la lógica de un sistema de representación de las sociedades postcoloniales, como a la personificación en toda situación de subordinación.1 Blandón rastrea estas representaciones a través de un conjunto de registros escritos de discursos, ceremonias y fiestas. A partir de las Crónicas de Oviedo, Las Casas y Bobadilla, pasando por las Relaciones que daban cuenta de las celebraciones en la colonia en torno al poder del imperio español, el autor ubica un mojón particular en la Real Proclamación de Carlos IV, escrito por el cura y vicario de la ciudad de Granada, Pedro Ximena en 1789, texto que considera paradigmático de la literatura colonial, por cuanto revela “no sólo la superioridad recurrente con que el español se ve a sí mismo de cara a indios y mestizos, sino que hace transparente la tensión geopolítica latente entre españoles y criollos; y los peligros que asechan a España, en el siglo XVII, con los desafíos de las otras potencias europeas.”
Y en el principio fue el sexo
Pero además, porque el discurso de Ximena busca disuadir cualquier conjura local, reafirmar el vasallaje ante la monarquía, feminizar las razas vencidas y reprimir el ejercicio de la mayor libertad sexual que ejercían mujeres y hombres amerindios, que incluía el sexo no reproductivo. En otras palabras, de lo que entonces se llamaba “sodomía” y hoy homosexualidad y que el cura llama “errores de gentilismo”. Misoginia, homofobia y sexo con fines exclusivamente reproductivos tenían como propósito impulsar un modelo de rápido repoblamiento de la fuerza de trabajo y aumentar los tributos de la corona.
Y esto no es un asunto secundario ni anecdótico si se toma en cuenta que la perspectiva dominadora europea, que tiene su protohistoria en la religión patriarcal, tiene como principio rector que la especie humana es esencialmente masculina donde el eje de la configuración emocional y sociosexual se centra en el control, la apropiación, dominación y sometimiento de las mujeres, la valorización de la procreación y la desacralización del sexo; y por ende, de territorios y de otros diferentes (otros hombres, otras culturas). En la religión cristiana con San Pablo y en forma concluyente con San Agustín, entró en vigencia la noción de que el cuerpo humano, y en particular el cuerpo de la mujer es corrupto, incluso, demoníaco, siendo el dispositivo ideológico a través del cual se reprimió la autonomía de las mujeres y la sexualidad, a partir de lo cual se convirtió la procreación sin placer en un deber cristiano.
1 Estos estudios culturales se han desarrollado desde los 80 a partir de los trabajos de un grupo de académicos de la India, siendo iniciadores destacados Ranajit Guha y Gayatri Spivak.
2 San Agustín a partir de su reinterpretación de la historia bíblica de la Caída, afirmó que el sexo y el nacimiento son, para toda la humanidad y para siempre, los instrumentos de castigo eterno de Dios para toda mujer y hombre por este “pecado original”, por el cual se condena a la mujer a ser gobernada por el hombre y a este por reyes, emperadores y papas autocráticos. También significó, según este “padre de la iglesia”, que al haber usado en forma tan errada su voluntad, desobedeciendo a Dios, los humanos perdieron para siempre su derecho a autogobernarse. Así, el gobierno autoritario, y con él la tiranía política fue una “necesidad” y un “castigo divino”.
En el marco de estos valores, el poder se ha ejercido en un continuo entre fuerza y discurso, donde el discurso legitima y justifica el ejercicio de la violencia. Es así como se articula la “Santísima Trinidad” constituida por el poder religioso, el poder patriarcal y el poder oligárquico que han constituido la base de los mecanismos de control social que definen y reproducen el orden y la identidad en la sociedad, y que en nuestro país se manifiesta en la continuidad de un patrón de desigualdad y represión y el ejercicio del poder bajo la forma de caudillismo, militarismo y relaciones autoritarias.
Esta visión de la cual es portador el cura Pedro Ximena, el letrado que funciona como intelectual orgánico del poder político y religioso colonial, encuentra su continuidad, de acuerdo con Blandón, en los miembros del Movimiento de Vanguardia (1931‐1933), fundado por José Coronel Urtecho y Luis Alberto Cabrales e integrado por Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos, Octavio Rocha, Joaquín Zavala Urtecho y Alberto Ordóñez Arguello, que en el siglo XX ocuparán su lugar como los constructores del canon literario y del discurso cultural nicaragüense. Reagrupados en 1940 en el Taller San Lucas, ellos, dice Blandón, miran a la colonia como un sitio ameno, y la evocan con “nostalgia y melancolía”. En este círculo de letrados el autor ubica el segundo gran mojón en su reconstrucción de la genealogía cultural.
El grupo vanguardista abogaba por la restauración del orden colonial trastocado primero por la independencia y después por la revolución liberal de Zelaya, que fue abortada por la intervención norteamericana con la colaboración de las fuerzas conservadoras. En ese tanto, reivindicaban una dirección fascista para el país, dando su apoyo a la dictadura de Somoza García, surgida tras el asesinato de Sandino, y volvían los ojos a la España franquista, que se proponía reconstruir la hispanidad imperial en América.
El autor apunta que los vanguardistas que se consideraban a sí mismos “el grado cero de la escritura” culminaron, discursivamente, el proceso de restauración del régimen conservador. Para ello adoptaron a Rubén Darío como su fundador, después de expurgar su obra y seleccionar los textos poéticos que hacían referencia al mestizaje indo‐hispano, constituyéndolos en partida de nacimiento de la literatura nacional. Así completaron el proceso de sustracción de muchos aspectos de su vida y pensamiento, comenzado a partir de su muerte. Rubén Darío, símbolo cultural del liberalismo anticlerical, apunta el autor, fue pasmosamente reconvertido en paradigma del catolicismo para hacerlo calzar en los moldes ideológicos de la restauración, en lo que parece ser la más grandiosa operación de secuestro literario y oportunismo ideológico 3
de nuestra época. Tanto así que el desafortunado poeta terminó convertido en “Príncipe de la Iglesia” y sepultado en una catedral, bajo la pesada losa del catolicismo en lo que Blandón denomina la “marmorización del símbolo” y denuncia como un acto de “apropiación necrófila”.
La construcción del canon mestizo
Siguiendo el hilo de la construcción discursiva y los afanes del Movimiento de Vanguardia, Barroco descalzo nos muestra como generaron una hermenéutica sobre ciertos versos de Darío donde éste habla de América y se reconoce como mestizo (“Oda a Roosevelt”, “Los cisnes”, por ejemplo) para la construcción del mestizaje como factor de identidad nacional, así como el proceso de exclusión y silenciamiento de la pluralidad étnica y cultural del país. El procedimiento fue reducir la escritura a las “bellas letras” en castellano, excluir por su “falta de calidad” la literatura colonial donde subyace gran parte del mundo indígena arrasado, y excluir la producción oral indígena fijada o no en textos, o en otras lenguas.
Nos muestra también como su visión europeizante e imperial los lleva a buscar en la herencia colonial el vínculo de sangre con los españoles. Dice el autor al respecto que “ellos postulaban un viaje a los orígenes que no ocultaba su espíritu de cruzada católica, como en efecto lo proclama (Pablo Antonio) Cuadra: Para ello debemos empuñar la espada por donde debe empuñarse: por la Cruz, que es la empuñadura de la espada. A base de cristiandad nació nuestra cultura y nuestra civilización. A base de Catolicidad debe resurgir. Somos y tenemos que ser cruzados para responder en la verdad a la herencia inmensa que nos dejaron nuestros fundadores”2.
Para semejante “ciudad letrada”, mestizaje, hispanismo y catolicidad son las bases discursivas de la construcción del Estado nacional, cuyo significante espacial es la costa del Pacífico, por lo que inventaron una tradición cultural con una prehistoria en la colonia. A este fin sirvió el teatro callejero indígena en la obra de El Güegüense, que satiriza a las autoridades coloniales, refleja las tensiones inter‐étnicas y el contradiscurso de la multitud de mestizos y pueblos indígenas sometidos: la otra cara del barroco de estado, representado por la Proclamación del padre Ximena, el barroco descalzo, que cuestiona el orden impuesto.
Esta obra habría de sufrir en su momento su propia metamorfosis, tras su publicación por primera vez en Nicaragua en 1942 a partir de una nueva lectura, hecha por Pablo Antonio Cuadra, en la que éste encuentra el “abolengo” castellano que Daniel G. Brinton, el académico norteamericano que publicó la obra en inglés (1874), le negaba. Se produjo entonces, dice Blandón, la operación de disponer al Güegüense en función del discurso del mestizaje, al que se sumarán otros miembros del círculo de letrados, para los que “el torrente de sangre española” limpia a los mestizos de lo que tengan de indios.
2 Blandón, pág. 109.
4 Señala que “en la construcción de Pablo Antonio Cuadra y la crítica cultural por él inaugurada, se ponen en alto relieve los rasgos más empobrecedores de la personalidad del viejo que da nombre a la pieza: fanfarrón, fantasioso, aventurero, roba‐gallinas, malhablado, dicharachero, contrabandista, para terminar afirmando que ésas características corresponden a las señas de identidad del nicaragüense. Uno se pregunta en cuál clase social se ubica ese sujeto, porque tales rasgos no se corresponden, en el imaginario hispanizante, con los del caballero descendiente de los conquistadores”.
3Se trata de una caricatura de un sujeto que representa a una clase subalterna u oprimida hecha desde la mirada eurocéntrica de los intelectuales de la oligarquía, con toda la carga deshumanizante y racista con que se trató a indios y mestizos. Estos últimos durante la colonia fueron seres socialmente inexistentes, repudiados por no ser indios ni españoles, siendo extraños a sus barrios y cabildos, al tributo real y al trabajo obligatorio, viviendo en la marginalidad que formaron junto a otros desplazados (los españoles llegaron a distinguir 16 formas de mestizaje) “una escoria social que cuanto más fue cantera de atracadores ocasionalmente contratados”, al decir de Lizandro Chávez. No fue sino hasta el siglo XVIII que Carlos III permitió incorporarlos al ejército español en las célebres compañías de pardos, y que los “mulatos, negros, berberiscos e hijos de indios” principiaron a pagar tributo al rey.4 Efectivamente, los rasgos del Güeguense, parecen encajar más bien con los comportamientos surgidos de la condición de parias en que se colocó a los mestizos.
No obstante, dice Blandón, el afán de fijar al Güegüense como símbolo de la identidad homogeneizada, ha llevado en el transcurso de su canonización a perder de vista la carga peyorativa de tal construcción y así “han hecho radicar en la actitud contestataria del personaje, el germen de las rebeliones populares que en diferentes momentos de la historia han protagonizado los nicaragüenses. Una aporía que resulta de la mezcla axiológica del héroe con el pícaro”.5
Maleabilidad del Güegüense
En las sucesivas lecturas hechas por otros intelectuales sobre la obra e incluso entre los que se oponen a la perspectiva de PAC, como la que realiza Alejandro Dávila Bolaños (1973) desde un enfoque marxista, Blandón encuentra el subtexto de una matriz común: una perspectiva esencialista, misógena y homofóbica, ante la homosexualidad mal silenciada que trasunta de los parlamentos del Güegüense y de los amores de don Forsico. También detecta la ansiedad de los críticos al eludir enfrentar la “sexualidad anómala” que la colonialidad tanto empeño tuvo en desterrar y que se manifiesta en la obra.
Sumamente ilustrativo en este sentido es la revisión que hace el autor sobre la versión de Dávila Bolaños, quien realiza una forzada interpretación ideológica del Güegüense como indio explotado, guerrillero, “dialéctico” y “conspirador”. Dávila Bolaños retoma
3 Pág.138
4 Lizandro Chávez Alfaro. El mestizaje y sus símbolos. (Managua: septiembre, 1994). Fotocopia.
5 Blandón. Ibidem.
5 como elemento de la resistencia indígena “la primera gran huelga de úteros” en la cual los indios no dormían con sus mujeres para no parirle esclavos a los españoles, pero no las otras prácticas de sexualidad no reproductiva que seguramente usaron como alternativa. Este exégeta marxista del Güegüense, no sólo obvia la existencia de la homosexualidad entre los indígenas y entre los personajes de la obra, sino que en su afán glorificador de la valentía, el coraje y la superioridad moral de los mismos, los convierte en grandes fornicadores heterosexuales, dotados de voluminosos genitales donde residiría su carácter aguerrido. Don Forsico y el propio Güegüense, el Tata de los nicaragüenses según algunos, habrían pasado así de la abominada categoría de cochones o culeros, a la de machos viriles y combatientes.
En contraste con la petrificación ocurrida con el Güegüense y las interpretaciones interesadas que de él se han hecho y que han terminado por desvirtuarlo, Blandón nos llama la atención sobre un espacio que pervive aún libre, por efímero y oral, donde convergen la crítica al poder y las diferencias étnicas y sexuales: la fiesta del Torovenado. En esta manifestación de la cultura popular de Masaya, se dan cita cada año la burla al poder, la desacralización de los fundamentos del orden religioso‐patriarcal y la reivindicación abierta de lo lúdico y lo sensual, que incluye lo que de cochón, travesti y bisexual hay en esta sociedad, o para el caso, en cualquier otra. En el Torovenado como espectáculo vivo, libre y callejero, mezcla de procesión y carnaval, convergen los indios y mestizos pobres de hoy junto a las sexualidades excluídas, suprimiendo la hipocresía y subvirtiendo el orden establecido, como a lo mejor alguna vez lo hicieron en El Güegüense.
A través del discurso letrado se habría dado entonces este proceso de invención de la identidad nacional cuyo sujeto tiene como referencia el arquetipo viril protagonista de la historia de Occidente: un guerrero varón y heterosexual, que en la versión “nacionalizada” sería un hombre mestizo, hispanoparlante, heterosexual y machista, fanfarrón, mentiroso, deshonesto y belicoso. ¿Todos aquellos y aquellas que no presentan estos rasgos constitutivos dejan por tanto de ser parte de la nacionalidad?, se pregunta el autor.
La revolución sandinista no realizó ninguna ruptura con ese modelo y más bien lo reforzó, rearticulándolo en las políticas culturales del período. Los intelectuales más connotados del sandinismo fueron a su vez tributarios del discurso del mestizaje y del desconocimiento de la nación heterogénea, de manera que este ha continuado vigente también en la Nicaragua post‐revolucionaria. En este proceso y sobre la construcción letrada de la identidad uniforme de lo nicaragüense ha venido ocurriendo una impostación de los rasgos del Güegüense para naturalizar la corrupción del político, donde la listeza, la desfachatez y retórica del pícaro se vuelven parte del “carisma” del líder para llegar al poder y apropiarse del erario público.
En este sentido, la idea de “nicaraguanidad” que arranca desde 1940 ha servido según Blandón como fundamento epistemológico de un ejercicio perverso de la función pública mediante la inversión de los valores éticos, al proclamar que el astuto e inteligente es el que roba, el corrupto. El pícaro ya no se opone al poder, sino que ejerce una autoridad abusiva, siendo su epítome más caracterizado Arnoldo Alemán, al 6
encarnar los rasgos de fanfarrón, dicharachero, inescrupuloso, derrochador, mentiroso y corrupto desde la primera magistratura de la nación. El barroco descalzo, apunta el autor, devino barroco de estado pero despojado ya del doble sentido del lenguaje subversivo del Güegüense, dejando en su lugar “el lenguaje procaz del pícaro contrarreformista”. Para completar el círculo, el poder religioso representado por los obispos, no sólo le dio su apoyo sino que lo exoneró de culpa y pecado.
Rupturas indispensables y nuevas lecturas
“Ello nos lleva a plantearnos la urgencia de una agenda cultural que rompa con el discurso colonial, con la colonialidad inaugurada a partir de 1492, trabajada arduamente durante la colonia, redefinida en el siglo XIX, actualizada con finura por el Taller San Lucas a partir de 1940 y preservada con celo hasta el final del milenio. El proyecto letrado en estos quinientos anos (1502‐2002) ha consistido en borrar la diferencia étnica, ignorar la heterogeneidad cultural, de sexualidad, de género y raza, adscribirse a los dogmas de una religión mayoritaria, entablar un monólogo donde hay múltiples lenguas y consolidar una imaginaria nación homogénea que paradójicamente, en la Constitución Política, reconoce su heterogenidad cultural”, sumariza el autor.
El gran mérito del trabajo de Erick Blandón es que nos permite constatar la génesis de la idea de la identidad nacional y del despliegue de la dominación social como “poder simbólico”, que en la perspectiva de Bourdieau es un “poder de hacer cosas con palabras”. Es la posibilidad de producir y hacer reconocer ciertas interpretaciones del mundo como si fueran las únicas posibles y que se ejerce cuando los diferentes sectores sociales experimentan aquella visión del mundo como “natural”. Las representaciones sociales así construidas, como el caso del nicaragüense como Güegüense, dan atribuciones a la conducta objetiva y subjetiva de las personas y en este tanto, la conciencia pasa a ser habitada por el discurso social. En otras palabras, que estamos habitados por una mentalidad colonial y una conciencia de campanario.
Por ello Blandón nos propone una relectura de lo nacional y nos invita a buscar una ruptura epistemológica, donde quepan los múltiples discursos que proyecten al sujeto constituyente de la nación heterogénea, como fundamento de un proyecto nacional democrático, equitativo e incluyente.
Creo que esta propuesta no sólo es justa sino que urgente y viene a poner sobre el tapete de nuevo cuál es el papel de los intelectuales: ¿al lado del poder, racionalizando los abusos y la manipulación para el control social o como sujetos autónomos que realizan la crítica del poder y amplían el conocimiento para liberar conciencias? ¿Es posible repensar la nación sin cuestionar el pensamiento androcéntrico? o para decirlo con las palabras de Ana Jonásdóttir ¿sin que le importe el sexo a la democracia... o a la historia?
La concepción eurocéntrica de la historia transmitida a través de la enseñanza colonizada presenta la conquista como un proceso “civilizatorio”, que considera la implantación del español como lengua común, de la religión católica y el mestizaje, no 7
como fruto del racismo y la conquista que justificaban el etnocidio, sino como elementos que beneficiaron a las poblaciones indígenas y que posibilitaron nuestro desarrollo como nación.
Pero encarar el tema de la nación y de la identidad, pasa por reconocer el “hecho mestizo” como lo que es: un “hecho sexual”. Los historiadores androcéntricos suelen pasar por alto que el primer factor del mestizaje fue la violación de mujeres cuyos cuerpos eran un “territorio más a conquistar” por los españoles. Mujeres amerindias que dieron luz a unos hijos que sintetizaban su mundo derrotado, vencido y sometido, seres irrenunciables que les unían al mismo tiempo al mundo del vencedor. El otro factor del mestizaje fue la posterior llegada de africanos en calidad de esclavos para tratar de colmar los huecos demográficos dejados por el exterminio de indios. En todo caso, el tributo, el sometimiento y la esclavitud se heredaban por el lado materno. Para la prole mestiza se planteaba el drama de su identidad y el problema de su inserción en una sociedad en la que no tenían ningún lugar asignado: si por uno de sus ascendientes un mestizo estaba ligado al mundo indio, para escapar al repartimiento o al tributo debía llevar pruebas de que él no era indio o mulato, o ser reconocido por el padre blanco.
Esta situación habría creado las condiciones para la instalación de lo que Leopoldo Zea ha llamado el “complejo de bastardía”, puesto que sin ser aceptado por la cultura del padre pero tampoco dispuesto a continuar en el mundo materno, el mestizo en su búsqueda de inserción en el nuevo orden de cosas, se desindianizó, se hizo monolingüe e introyectó el sistema de valores del padre blanco, terminando muchas veces por convertirse en su instrumento. El asunto es que cuando los individuos se ven obligados a negar los elementos básicos e incambiables de su propia persona debido a criterios de valor ajenos que conllevan la devaluación de “lo propio”, se produce una herida síquica de la cual surgen los conflictos de identidad. Así, el mestizo, enfrentado neuróticamente a su pasado, trató de destruirlo y negarlo, asimilando el odio hacia lo femenino, lo materno y lo indio.
Esto es tal vez lo que explicaría la desesperada búsqueda de la patrilinealidad hispana en el mestizo Pablo Antonio Cuadra y en la masculina ciudad letrada del Taller San Lucas, así como la sustitución del útero de las ancestras indígenas o negras histórico‐concretas, por el útero “universal” y abstracto de la iglesia católica. Se imaginaron pues ser concebidos sin “mancha” original de violación. Literalmente, no tenían madre.
En esta perspectiva, el mestizaje como fenómeno fue en todo caso, un proceso biológico, pero no cultural, pues no ocurrió un mestizaje entendido como la síntesis de dos concepciones del mundo, de dos civilizaciones distintas. Lo que hubo fue la superimposición de una cultura sobre otra, que fue devaluada, negada y reprimida. El antagonismo entre canon oficial y expresión popular, entre la lengua pública y de aparato y la lengua oral, popular y cotidiana, que se recoge en Barroco descalzo, se asemeja a la oposición tradicional entre lo masculino (público) y lo femenino (privado). En la historia de la sociedad patriarcal, lo femenino pertenece a “lo subversivo” y al dominio de la oralidad, por lo cual mujeres y proles subalternas han quedado fuera de la cultura del texto. 8
Es interesante y revelador que en la “arqueología del saber” hegemónico realizado por Blandón se pueda rastrear más fácilmente lo negado a partir de la “sexualidad disidente” expresada en las prácticas homosexuales, que desde la “normal” y reproductiva. Poco sabemos sobre el efecto del sexo heterosexual forzoso y obligatorio sobre las mujeres indígenas ni sobre la maternización de la prole mestiza, todo ello queda en la opacidad de lo “natural”, lo insignificante, lo cotidiano y lo privado. Hace falta aún un análisis sico‐histórico y en clave de género, para desenredar los hilos entreverados de la sexualidad con el género, la clase y la etnia, que nos permitan una mejor comprensión de nuestra historia y de nosotros mismos.
La reproducción y lo cotidiano tienen una relevancia inadvertida, puesto que la existencia de esferas de vida privada que se ubican más allá de las reglas oficiales permite recrear y reproducir, aún bajo el contexto de la dominación, un modo distinto de vida y una visión alternativa y divergente de la que sustentan los grupos dominantes. Esta práctica cotidiana, desde la urdidumbre de relaciones de familia, actividades domésticas, uso del tiempo libre, costumbres, ritos y festividades, serían la matriz étnica diferencial que da continuidad a la pervivencia de las formas culturales. En este sentido, por su condición de género y su rol de reproductoras, las mujeres juegan un papel importante en esa continuidad de lo que Guillermo Bonfil Batalla llama “el pueblo profundo”.
Barroco descalzo nos ha mostrado el acierto de Anderson de que la nación es una “comunidad imaginada” e incluso una “invención histórica arbitraria” surgido de una élite según Gellner y Hobsbawm y que no es por consiguiente, la expresión de una esencia étnica ni un principio espiritual que emana de una memoria y un destino colectivo, como lo pretendían los ideólogos decimonónicos. La nación y la identidad nacional es ante todo un producto social y como tal, se hallan en permanente construcción y transformación. En este sentido, lo que me parece relevante para este proceso de construcción de la nación es la experiencia histórica compartida por los sujetos subalternos para el desarrollo de una identidad alternativa con potenciales emancipatorios, desde la reflexividad.
Este libro nos conmina a romper con la Santístima Trinidad del poder religioso, el poder patriarcal y el poder oligárquico que nos oprime desde siempre y nos amenaza con su plena restauración en el nuevo milenio: hay un hilo rojo de continuidad entre la Proclamación de Carlos IV por el padre Ximena en 1789, hasta la proclamación del perdón de Daniel El Único en los fastos del 19 de julio del 2003 por Monseñor Montenegro; entre la exoneración de la corrupción por la Conferencia Episcopal y el caudillejo liberal recluido en sus habitaciones.
Entre la execración del Manual de Educación Sexual y el ataque a la Ley de Igualdad de Oportunidades, por supuestos “vicios de gentilismo” y la obsecuencia de los poderes del Estado con la beatería militante. En suma, entre el fundamentalismo cristiano y el neoliberalismo económico, que es la versión actual del barroco de Estado y del cual nunca en realidad, hemos salido. 9
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