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El empeño de los humanistas hispanoamericanos de comienzos del siglo veinte de incorporar las diferencias culturales preservadas por los indios y afrodescendientes al imaginario cultural de la nación para matizar con un tinte de color la posible monotonía grisácea de sus vidas, en Nicaragua se llevó a cabo igual que en otros países, como un esfuerzo para exaltar el mestizaje hispanoamericano a fin de erigirlo en la seña de identidad homogénea de la nación nicaragüense. Entre los años veinte y cuarenta, la preocupación de la élite letrada, encabezada por los integrantes del Movimiento de Vanguardia, era el rescate del “espíritu latino” que de acuerdo con ellos se había disipado a causa de la independencia de España. En consecuencia, buscaron sus raíces donde había sido mayoritaria la marca colonial y el mestizaje indohispano. La etnia garfuna, entre otras de ascendencia africana que conservaban sus usos y lenguas no europeas, así como los negros de habla inglesa que habitaban las costas del Caribe devinieron residuos de una nación letrada que buscaba el progreso en un orden lineal, y que por su diferencia los consideró para decirlo con las palabras del vanguardista Pablo Antonio Cuadra, un problema “de división lingüística y cultural” (26). La prensa escrita y el libro pasaron de lejos por esas zonas remotas, que con sus diferencias interrumpían el ideal de una nación homogénea en su raza, etnia, lengua y religión; pero lo que no fue hecho por la letra, lo han venido a realizar los medios audiovisuales: mostrar el rostro plural de la nación nicaragüense.
El objeto de este artículo es indagar el rol de la televisión en el rescate y difusión de una de las tradiciones orales y performativas de la etnia garífuna, el Dogú. Me baso en el reportaje de televisión realizado por el periodista Erick Alegría, el cual fue transmitido a todo Nicaragua bajo el título Walagallo, en el programa dominical Esta semana del Canal 2 en Managua, el 14 de Julio del año 2002.
Ahí se da cuenta de los garífunas asentados desde el siglo XIX en Orinoco, comunidad de la cuenca de Laguna de Perlas, al norte de Bluefields, en lo que hoy se denomina Región Autónoma Sur de la Costa Caribe. Se presenta una performance de raíces africanas en una lengua no europea, pero vertida al inglés creole y luego al español, desde la perspectiva del catolicismo, para el consumo de una teleaudiencia mestiza e hispanohablante, ajena al grupo que le dio origen. Por su formato híbrido, entre el testimonio y el reportaje, es importante tener presente las reflexiones de Walter Benjamín sobre el narrador, pero pensando en los nexos que Herman Herlinghaus ve “entre la historicidad moderna de las escrituras, los medios, la tecnología, y los imaginarios de ‘soledad’ y deseos de ‘comunidad’ [...]” (163) a fin de entender si el discurso oral y performativo más trascendental de los garífunas nicaragüenses ha sido preservado por la mediación de los medios de comunicación o si sufre alteraciones a causa de la intervención letrada, tecnológica y mediática.
Erick Alegría explica en su presentación que el móvil inicial de la filmación fue evitar que el Dogú desapareciera de la memoria colectiva de los garífunas, de manera que resalto en mi estudio sus rasgos híbridos, a caballo entre el testimonio y el reportaje. Surgen sí algunas interrogantes sobre el resultado final. Es claro que la intervención tecnológica y mediática hizo que lo transmitido por televisión no fuera, en pureza, el monumento oral y performativo de los garífunas. Podría discutirse que fue convertido en producto de consumo turístico. En consecuencia, aquí cabe interrogarse si los grupos étnicos minoritarios al aproximarse a los medios de comunicación logran preservar su cultura oral o si, por el contrario, esos medios están culminando ahora la tarea que asignaran a la literatura los humanistas latinoamericanos que,
como Pedro Henríquez Ureña, pensaban que en América Latina se harían esfuerzos “para mantener vivas las lenguas locales, y con ello las tradiciones y costumbres que dan sabor a la existencia regional”; aunque al final prevalecerían “las grandes lenguas [de origen europeo]” (48). A mí me parece que la complicidad periodística y mediática permitió a la comunidad garífuna irrumpir en el espacio nacional nicaragüense, como el pariente “ilegítimo” que llega de lejos para quedarse en el seno de una familia que lo había ignorado. Aunque para arribar a ese punto es necesario aproximarse a la historia de los garífunas en Nicaragua reconociendo en su disposición de pactar una habilidad de agenciamiento que les ha permitido sobrevivir como etnia; y luego sopesar los riesgos de transcripción del testimonio televisivo, que como el impreso pasa por la intervención letrada.
Jesús Martín-Barbero y Germán Rey dicen que: [...] es un hecho insoslayable que las mayorías en América Latina se están incorporando a, y apropiándose de, la modernidad sin dejar su cultura oral, esto es no de la mano del libro, sino desde los géneros y las narrativas, los lenguajes y los saberes de la industria y la experiencia audiovisual (34).
Aquí veremos que hay instancias en que el medio de comunicación desplaza al narrador protagonista y hace que éste pierda la autoridad del discurso al reformular el testimonio partiendo de su propia tecnología y gramática, hasta transformar la experiencia comunal en un artefacto exótico que la cultura letrada había dejado fuera del folklore nacional. En ese sentido, el reportaje de televisión basado en la narrativa de los protagonista del Dogú, pasa por una operación, similar a la escrituraria que Antonio Vera León observa con respecto al testimonio escrito, el cual “sitúa la experiencia del lado del narrador informante y reserva la escritura para el transcriptor, conocedor de los medios autorizados para narrar” (189).
La etnia garífuna fue prácticamente desconocida en Nicaragua, hasta que en la revolución sandinista (1979-1990) adquirió visibilidad nacional. El reportaje incursiona en la historia de la etnia y ubica a la comunidad de Orinoco en un recóndito lugar, a 500 Kms. de Managua, al cual se puede acceder únicamente por aire o agua. La cámara se desplaza por las aguas del Caribe, mostrando la blanca arena de sus playas y los cocoteros, con música de fondo del cantante jamaiquino Bob Marley, que hace referencia a las raíces africanas; y luego traza, en el mapa del país, la trayectoria que lleva desde el Pacífico, concretamente la ciudad capital, hasta ese paradisiaco lugar ajeno al tráfago de la vida urbana. La voz en off del locutor deja claro que el origen de ese reportaje fue la necesidad, comunicada por un grupo de garífunas al equipo de televisión, que por casualidad se hallaba en la zona, de grabar la ceremonia del Dogú a fin de preservarlo del inminente olvido, ante la inmigración forzada de los habitantes de Orinoco, que a partir de la década de los noventa abandonan la zona para ir a buscar trabajo, especialmente a los Estados Unidos.
El reportaje de televisión fue titulado como “Walagallo” −y ésta será la primera de otras alteraciones que veremos después− por uno de los cantos que se entonan en el ritual del Dogú, a lo mejor porque en la costa del Pacífico, que es donde se concentra la mayor parte de la teleaudiencia hispanohablante, ya hay un mínimo de familiaridad con el canto del Walagallo, que hizo su aparición en los medios nacionales durante la década de los ochenta. El Dogú es la ceremonia que define el perfil de identidad de la etnia garífuna, tanto en su relación con la comunidad como con el cosmos. Este culto a los ancestros o “gubidas” de origen africano se ha mezclado con el ritual católico, porque según José Idiáquez, ambos ritos comparten “[e]l misterio, el milagro y la magia, tres de las características más antiguas y poderosas de lo sagrado” (15). Eso lo habría hecho impermeable a la prédica protestante, que pudo definirlo como práctica satánica, por el sacrificio de animales, consumo de bebidas embriagantes, y las danzas de que se compone. Al ser una fiesta tradicional que convoca a toda la comunidad, el Dogú le da a los garífunas sentido de cohesión étnica. Se trata de una ceremonia en la cual se invoca el espíritu de los antepasados, como mediadores ante la divinidad, para salvaguardar a sus practicantes de las enfermedades y la muerte. Si la experiencia de la fiesta implica el rechazo del aislamiento de unos a otros, el Dogú permite a los garífunas la cercanía y comunicación con los ancestros. Rechazo de la soledad y deseo de comunidad, que se va a multiplicar por la mediación de la TV, si vemos en el gesto de los garífunas −de filmar su ceremonia− el deseo de que ésta sea conocida por otros que ignoran su etnia y sus tradiciones, especialmente aquellos que son parte de la nación nicaragüense.
Los miembros de la comunidad que entraron en contacto con el equipo de televisión para que observara y grabara lo que ellos pensaban podría ser la última celebración del Dogú, sabían que estaban dando un paso que transgrediría la costumbre ancestral de impedir el acceso de extraños a la celebración del ritual. La urgencia de preservarlo les hizo pasar por alto ese temor que se funda en la idea de que la presencia de los no creyentes puede llevar mala suerte a los enfermos que invocan a sus ancestros en busca de salud. Esa concesión inevitable implicaba también el traspaso del poder discursivo de una comunidad oral a un público mayoritariamente letrado de lengua y cultura diferentes. Por otra parte, el ritual que tiene una vida efímera de tres días y que no sigue un guión escrito, porque su liturgia se guarda en la memoria de los ancianos, fue reducido en la edición a un reportaje televisivo que bordea los límites de un testimonio de apenas diez minutos. De un lado el sentido de urgencia de la comunidad, del otro el periodismo acucioso que no deja escapar la oportunidad de presentar algo realmente nuevo para su teleaudiencia. Mezcla de géneros que se origina en el impulso de salvar del olvido el monumento que le daba sentido de cohesión étnica a la comunidad; pero que por la intervención mediática sufrirá las imposiciones tecnológicas del medio.
Como aquí lo que nos interesa es la dimensión testimonial, conviene tener presente la conocida caracterización que John Beverley hizo del testimonio: “una narrativa [...] contada en primera persona por un narrador que es también un protagonista o testigo real de los eventos que él o ella cuenta”, [que] “traduce literalmente el acto de testificar o de ser testigo en un sentido legal o religioso” (103). El video contiene el formato esencial de un testimonio etnográfico mediatizado, en el sentido en que Elzbieta Sklodowska lo define como “una representación discursiva de un encuentro intercultural” (86); pero ocurre que el aprovechamiento del material para fines mediáticos, al margen de la voluntad original de la comunidad garífuna, y el desplazamiento de los protagonistas y de su narrativa, por los recursos propios del reportaje televisivo, diluye el gesto testimonial de la comunidad y lo convierte en material divulgativo de sus costumbres y tradiciones, a las que termina agregándole, con la música y las tomas fotográficas de las playas y el océano, una estética de “color local” que desvanecería, en la teleaudiencia no garífuna, la visión de una vida demasiado monótona y gris.
Decíamos antes que a partir de la revolución sandinista, en los ochenta, cuando adquirió relieve y se puso en tensión la heterogeneidad constituyente de la cultura en Nicaragua, ha sido usual referirse como al Otro del Estado nacional a la costa Caribe, y dentro de ella −en primer lugar− a los miskitos y los negros, o creoles. Ambas etnias, como es sabido, constituyen la mayoría dentro de los grupos minoritarios del Caribe nicaragüense. Pero negros y miskitos no son mayoritarios en el Caribe nicaragüense sólo hablando desde el punto de vista cuantitativo; son mayoritarios, en el sentido de Deleuze y Guattari, porque devienen, por separado, un estado de dominación con respecto a otros grupos étnicos, tal a los mayagna, los sumos o los garífunas. Dicho de otro modo, los miskitos y negros han ejercido en distintas circunstancias la hegemonía sobre esos grupos étnicos minoritarios; principalmente, en dos momentos cruciales de la historia del Caribe centroamericano: primero, los miskitos, cuando tenían nexos comerciales y políticos con la corona inglesa; y después los creoles o negros, cuando eran la mano de obra privilegiada de las compañías norteamericanas dueñas de los enclaves estadounidenses en la costa caribe de Nicaragua.
Es sabido que los miskitos establecieron relaciones con el poder colonial británico, el cual les dio ventajas –principalmente en el acceso a la tenencia de la tierra– sobre los otros grupos étnicos minoritarios, hasta finales del siglo XIX, obligando a estos grupos a desplazarse lejos del predomino miskito. Así los garífunas debieron confrontar la hostilidad de los miskitos que les negaban el derecho sobre la tierra, a la que ellos se aferraban porque allí estaban enterrados los primeros ancestros garífunas que murieron en Nicaragua. Los creoles, por su parte, –en las primeras décadas del siglo veinte– hablando el idioma inglés como lengua materna, aprovecharon la presencia de los enclaves norteamericanos, para presentarse como mano de obra predilecta, marginando del trabajo asalariado a los otros grupos étnicos que no hablaban inglés. En muchos casos los garífunas devinieron trabajadores subcontratados de los creoles asalariados, lo cual los convirtió en subalternos bajo la hegemonía de otros subalternos del Estado nacional, mestizo e hispanoparlante. Además, llegaron al punto de casi perder su lengua, al verse forzados a comunicarse en el inglés de los creoles, que los discriminaban y llamaban con desprecio “trujillanos”, porque sus antepasados habían llegado originalmente de Trujillo, Honduras. La anterior relación de subalternidad y hegemonía obliga a los garífunas a desarrollar –en condiciones adversas y en medio de cruentas luchas– su destreza negociadora en aras de la sobrevivencia como etnia.
Es importante tener presente, que como grupo étnico, la comunidad garífuna nació en la diáspora, cuando a mediados del siglo XVII dos barcos negreros, cargados de esclavos, naufragaron frente a la isla de San Vicente, en las Antillas Menores. En esta isla, que se disputaban Francia e Inglaterra, vivían los caribes rojos, surgidos del cruce de indígenas caribe e indígenas arawak. Los caribes rojos rescataron a los africanos, con intenciones de esclavizarlos. Al descubrir esas intenciones, los africanos eliminaron a todos los caribes rojos varones, incluidos los recién nacidos, y huyeron a la parte nororiental de San Vicente, donde fundaron comunidades cimarronas, que atrajeron a otros africanos. Esos cimarrones fueron conocidos como garífunas, que es un derivado del vocablo “caribe” o “galibi” el cual evolucionó hacia “karibena galibina”, que significa hijo de caribe, oriundo de galibi (Idiáquez 14).
Así, en un incesante proceso de desterritorialización, los garífunas aceptaron el catolicismo de los misioneros franceses; y pudieron mezclar su culto africano a los ancestros con el ritual católico, sin temor a perder la esencia de su cosmovisión africana. Huyendo de la persecución en las Antillas Menores, tanto de ingleses como de franceses, al llegar a costas centroamericanas se aliaron con el poder colonial español, en contra de los grupos independentistas. Luego del revés que supuso para ellos el triunfo del liberalismo, a finales del siglo diecinueve, “especialmente [por] los cambios en la tenencia de la tierra” (Idiáquez 16), aprendieron inglés –hasta casi poner en riesgo, como he dicho antes, la existencia de su propia lengua– para sobrevivir en los trabajos más pesados, en tiempos en que a causa del dominio norteamericano, los creoles devinieron grupo de poder en la costa Caribe nicaragüense. En medio de las difíciles relaciones que los distintos grupos étnicos del Caribe desarrollaron en la década de los ochenta con el Estado sandinista, hasta el punto de servir como pretexto para la articulación de la estrategia de guerra contrarrevolucionaria de la administración de Ronald Reagan, los garífunas lograron recuperar su sentido de identidad étnica en el contexto de la revolución; pues fue en este periodo cuando pudieron hablar con libertad su lengua y promover su aprendizaje entre las nuevas generaciones; fue entonces cuando también se constituyeron, como etnia, en sujetos de derecho, especialmente con relación a la tierra.
Esa relación armónica con el sandinismo despertó sospechas en quienes veían con reticencia al proyecto revolucionario. Por ejemplo, la antropóloga norteamericana Nancie L. González, quien hacia 1989 apuntaba que los garífunas “han sido animados por los sandinistas a recuperar su sentido de identidad étnica”, ella consideraba el hecho como “extraño”, o como estratagema política del sandinismo para “captar el apoyo garífuna y preservarlo para la revolución” (16). Sin embargo, es necesario recordar que ellos se alinearon en el conflicto bélico del lado de la revolución, como una forma de defender su territorio étnico. Por eso los hombres prestaron el servicio militar en sus propias comunidades, las cuales estaban bajo la amenaza de los miskitos, que eran una de las fuerzas contrarrevolucionarias financiadas por el gobierno de los Estados Unidos. Ello da sentido a la participación voluntaria de los garífunas en la defensa de la revolución desde su área comunal: les permitía permanecer en su entorno y defenderlo de los miskitos, que tradicionalmente habían sido hostiles a ellos. Así se explica, además, que cuando el Frente Sandinista perdió las elecciones nacionales de 1990, se alzara con la victoria entre las comunidades garífunas de Laguna de Perlas, acaso la única etnia del Caribe que en conjunto se decantó por la revolución. Pero fue, también, durante la revolución sandinista que el Dogú dejó de ser considerado una práctica diabólica, lo cual contribuyó aun más a aumentar el orgullo étnico de los garífunas. En los años ochenta, el Dogú fue celebrado en varias ocasiones en la ciudad de Bluefields −donde la comunidad garífuna había sido antes marginada por los afrodescendientes de lengua inglesa. Igualmente, en esa época, los garífunas nicaragüenses establecieron sólidos lazos de comunicación, no sólo con los garífunas de Honduras y Belice, sino también con practicantes de rituales africanos de Haití, República Dominicana y Cuba. Y es cuando, para su orgullo étnico, comienzan a ser conocidos y llamados por su nombre étnico de garífunas y se desvanece el apodo de “trujillanos”. Además, a partir de la alfabetización que impulsó la revolución sandinista en 1980, su lengua no sólo fue reconocida sino que también promovido su estudio entre las nuevas generaciones, para lo cual el gobierno hizo llegar instructores de Belice. Aunque, alas, la Constitución Política de 1987, que reconoció por primera vez el carácter pluricultural y multilingüe de la nación nicaragüense, no incluyó al garífuna, como sí lo hizo con la lengua mayagna, el miskito y el inglés criollo, entre las lenguas nacionales.
Esa historia de los garífunas asentados en el Caribe de Centro América, como Belice, Nicaragua y Honduras, nos habla de la capacidad de una cultura minoritaria para sobrevivir en un espacio hostil. Lejos de rechazar los contagios con otras culturas o tecnologías, las han abierto a su tradición, preservando en la mayoría de los casos sus rasgos distintivos. En ese sentido es importante destacar cómo en el reportaje de Alegría se muestra a la buyé, la anciana de la comunidad que dirige el rito, colaborando con la cámara en abierta empatía con el equipo de la televisión, lo cual favoreció la realización del trabajo periodístico.2 Su gesto habla de la habilidad de los garífunas para pactar en beneficio de la pervivencia de sus tradiciones. La buyé es la responsable de la decisión de permitir la presencia de los periodistas y del equipo técnico en la ceremonia. Esa transgresión al espacio sagrado es la primera concesión que los nativos hacen al medio televisivo en aras de que el archivo preserve su historia y el testimonio divulgue la ceremonia fuera de la comunidad.
La voz en off de Erick Alegría, después de hacer las intervenciones introductorias, deja que dos ancianos de la comunidad, Francisco Sambola y Mrs. Clarence (la buyé), expliquen el origen y sentido del Dogú. Ellos, igual que “El narrador” de Benjamin toman el material de su narración de la experiencia propia y de la que han aprendido de sus antepasados y de la comunidad; y la convierten “en experiencia de los que escuchan su historia” (306) o la miran, como en el caso que nos ocupa. Hemos dicho antes que al principio del reportaje la cámara introduce al espectador en la comunidad de Orinoco, mientras la voz del periodista describe el trayecto, y que otras imágenes de la naturaleza agreste completan la visión idílica de esa parte del paisaje casi inexplorado del Caribe nicaragüense. Después, viene la familiarización del ritual garífuna con las prácticas propias de la religión mayoritaria de Nicaragua, el catolicismo, en un gesto que recuerda la mirada del descubridor y el conquistador cuando hacían las equivalencias de la cultura y naturaleza amerindia con las del imaginario europeo. Luego, el periodista cede la voz del relato a un sacerdote católico, que explica cómo y porqué la Iglesia ha introducido en los rituales que celebra entre los garífunas, las prácticas que los protestantes considerarían satánicas. Dice que el culto a los ancestros es similar al culto católico a los santos y que el rito del Dogú es equivalente a la sanación de los enfermos que practica la Iglesia.
No se discute la eficacia de los medios de comunicación para rescatar, resguardar y difundir la cultura no letrada; ni que la efectividad que en ese sentido tienen la radio y la televisión es algo de que carece la literatura, por su vocación aferrada al saber de las élites. Sin embargo, como apuntamos antes, el testimonio en su edición sufre recortes dramáticos que redujeron los tres días de filmación a los diez minutos del reportaje. Además, la autoridad discursiva por exigencias técnicas del medio la asume el periodista. Tales factores juegan un papel determinante para que el poder discursivo se desplace de la buyé y la comunidad a la autoridad de la televisión. Es importante, en ese sentido, señalar los desplazamientos que experimentan las voces de los narradores de la comunidad, los cuales son sustituidos por representantes de culturas mayoritarias: los negros y mestizos. La voz de la sacerdotisa o buyé, Mrs. Clarence, que habla en garífuna, es sustituida por la de un sacerdote católico, creole, que no habla la lengua de ella, sino que lo hace en español, pero con el acento propio de un angloparlante criollo; él hace las traducciones que exige el medio a una audiencia mayoritariamente hispanohablante. El periodista, que es a un tiempo testigo y traductor, traduce al español la narración en inglés criollo de Francisco Sambola, descendiente de los primeros garífunas que llegaron a Nicaragua. No está demás resaltar que en aras de romper el imaginario de “soledad” y motivados por el deseo de “comunidad” de que habla Herlinghaus, los garífunas se muestran abiertos a los pactos culturales y lingüísticos con el sacerdote, un negro de lengua inglesa, representante de una de las etnias rivales de los garífunas; y con el periodista, que proviene de la cultura mestiza, hispanohablante, de la región del Pacífico nicaragüense, que en el imaginario caribe representa el lugar del Otro hegemónico. El periodista contextualiza el paisaje y la historia de los garífunas en Nicaragua, y el sacerdote explica el hibridismo del
Dogú con el ritual católico de la curación de los enfermos.
Ese traspaso de autoridad podría ser un ejemplo de la complicidad que según Jesús Martín Barbero y Germán Rey “hoy se produce en América Latina entre la oralidad que perdura como experiencia cultural primaria de la mayorías y la visualidad tecnológica”, que ellos consideran una “forma de ‘oralidad secundaria’” (34; cursivas en el original); si no fuera por el riesgo implícito en una práctica heterológica, para decirlo en términos de Michel de Certeau, en la que el discurso sobre el otro es un medio de construir un discurso autorizado por el otro (68). En ese sentido no se puede dejar de anotar la operación ventrílocua que se practica con la buyé, cuya voz no se oye en el reportaje, aunque sí vemos el movimiento de sus labios; recordemos que ella es la que dirige el rito y quien de acuerdo con la tradición recibe directamente de los ancestros, a través de sus sueños, las órdenes de realizar el Dogú. Esa mujer que ejerce las funciones de intelectual orgánica de la comunidad garífuna ha sido silenciada en el reportaje y su voz sustituida por la de tres varones, de los cuales sólo uno, Mr. Sambola, pertenece a su etnia. Tal dispositivo pondría al testimonio mediático en el centro de la crítica de que ha sido objeto el testimonio escrito, como un discurso de ventriloquia en el cual la voz que se oye es la del editor, porque como explica Elzbieta Sklodowska, “en un discurso heterólogo la mediación editorial se hace imprescindible” (83).
En consecuencia, si ese fuera el último Dogú celebrado en Orinoco, como temían los garífunas, lo que finalmente quedará en el archivo será el reportaje, como testimonio de lo que fue la ceremonia que les dio sentido de identidad; así como quedaron en las crónicas de Indias los monumentos de la cultura oral de los pueblos amerindios, rescatados mediante las averiguaciones de los misioneros católicos. Por ejemplo, la que en 1528 llevó a cabo el fraile Francisco de Bobadilla en la costa del Pacífico nicaragüense, sobre las prácticas, usos y costumbre de los nicaraguas. Claro, la diferencia aquí es crucial, porque entre los periodistas y los garífunas no medió la violencia del conquistador al momento de interrogar. Pero en el proceso de transmisión hay algunas comparaciones inevitables, para entender cómo el letrado hace enmudecer al subalterno al apropiarse de su voz en el proceso de edición escrita o audiovisual.
En el caso de los nicaraguas frente a los conquistadores españoles, quien transcribió las preguntas de Bobadilla y las respuestas de los jefes indios fue Gonzalo Fernández de Oviedo, que no estuvo presente en ese interrogatorio. Oviedo, en el proceso de edición, limpió el texto de todo rastro de oralidad; además, el material informativo con que trabajó, había pasado antes por un complicado proceso de preguntas y respuestas entre el fraile, los traductores, o lenguas, y los informadores; y en ese ir y venir de múltiples emisores y receptores, necesariamente se debió haber perdido información muy valiosa. Es útil recordar que esas averiguaciones las hizo Bobadilla por mandato del gobernador Pedrarias Dávila, quien se proponía desacreditar ante la Corona el proceso de cristianización llevado a cabo por su antecesor, Gil González Dávila. El trabajo final del cronista logra el objetivo del gobernador: demostrar la alianza de los nicaraguas con las potencias del infierno. En cambio, la complicidad entre Erick Alegría y los narradores garífunas comienza desde que los representantes de la comunidad lo buscaron para que con su equipo atestiguara y filmara la ceremonia y, aparte de las imposiciones tecnológicas, en su relato no hay manipulaciones ni comentarios culturales degradantes, simplemente da “testimonio”; aunque, luego en el proceso de edición, introduzca otros materiales ajenos a la ceremonia, con el fin de trascender la fragmentación del Estado nacional. Cierto, en el reportaje los garífunas (debido a los cortes, intersticios y suturas propios de la edición) perdieron ante el editor el poder de decidir sobre su discurso oral y performativo; y lo que llegó al receptor en los diez minutos que les dio la televisión estuvo fuera de su control y autoridad.
A propósito de los cortes y silenciamientos o ventriloquia de que hemos hablado, conviene recordar que Fernando Coronil, dice que Gayatri Spivak en Can the Subaltern Speak? considera que “el subalterno es mudo por definición” (43); en cambio Coronil ve al subalterno “como un agente de construcción de identidad que participa, bajo determinadas condiciones dentro de un campo de relaciones de poder en la organización de su múltiple subjetividad y posicionalidad” (44). Con respecto a esos agregados, cortes, silenciamientos y ventriloquia hay que decir que si la voz de la buyé fue suprimida, como parte de una estrategia de agenciamiento de los garífunas, en aras de alcanzar el poder discursivo que la televisión les daba, será porque hay momentos y espacios en que los sujetos aparecen como actores subalternos mientras que en otros ellos protagonizan los roles dominantes (ver Coronil 44).
El contacto inicial con el equipo de televisión llevaba implícito el reclamo de que la memoria garífuna fuera guardada. El reportaje da cuenta, en una lengua ajena a la comunidad y para un consumo no garífuna, del culto a los ancestros como práctica religiosa. Si el material editado dista mucho de ser el archivo que guardará el monumento cultural de la comunidad, al final del día lo que cuenta es que los garífunas lograron, gracias a esa persistente capacidad de negociar, hacer presencia en el espacio nacional, con orgullo de su diferencia descentrada de la “modernidad” mestiza e hispanohablante, una forma de construir la identidad en condiciones de intercambio con respecto al poder discursivo.
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1 Este artículo fue publicado originalmente en Negritud. Revista de Estudios Afro-Latinoamericanos II.2 (2008- 2009): 116-126.
2 Información brindada al autor por el periodista Daniel Alegría. Managua, 10 de septiembre de 2004. 9
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