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Frondas de asombro
“...serán ceniza, mas tendrá sentido polvo serán, mas polvo enamorado.”
Francisco de Quevedo Villegas
Nadie diga que la calle del ciprés espiral fuera iletrada. Una escuela de mecanografía tenía allí su sede, adonde todos fuimos, cuando se está en la edad de esperar un sí y se es greñudo y flaco, a aporrear las viejas Remington. Tu bluyín apretado, el pulóver rojo, el desorden animal para decir te quiero. Que esa calle conoció del trasiego de suspiros, y vio arder en el fuego de la Insurrección de los Muchachos una residencia de falso Art Deco. Pasarela de sastres y costureras, supo además de olores fuertes; porque próxima a la mansión quemada se abría a los negocios de muleros y camiones la Casa del Queso de María de Vado. Profesora del olfato que con sólo pasar por tu puerta enseñabas a las más perezosas narices a conocer si la leche había sido cinchada en Muy Muy, en Matiguás, en Boaco, en Santo Domingo o en La Libertad. β
Más abajo en la acera de enfrente cada tarde un árbol umbroso vio reunirse alrededor de su tronco a generaciones espontáneas de ancianos que como a una academia acudían puntuales a revisar la hacienda y honra del vecindario pero sin cuyo bisbiseo la tradición oral hubiera perecido y ante quienes rindió su rey la mismísima mujer de Marañón doctora en maledicencia que a María y José daba lo suyo y lo ajeno. Requiescat in pace. El club de la Paloma Muerta. Los alvéolos vaciados por donde circula la lengua sin cerca el aire sin freno del susurro nuestro de cada día.
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Haciendo chaflán con la antigua Avenida del Comercio y amparado a la fronda del jenízaro superviviente de guerras y aluviones tal al de 1911, que dejó a su pasó rastrojos de muerte, el alero de Octavio José, quien en tiempos tempestuosos pastoreó a su grey simplemente con la dignidad del Evangelio. Esquina opuesta a Su Ilustrísima, el edificio que fue del Banco Nacional mandado a desaparecer por el FMI cuando vino la pandemia de la privatización. Regímenes van regímenes vienen y se suceden como migraciones de salteadores, mas el jenízaro pervive a la par de la corriente del Yagüare, y da su flor en su tiempo y su hoja no cae. Los dos en su justo lugar: el pastor que no anduvo en consejo de malos ni estuvo en silla de escarnecedores; y el árbol, como el palo del Salmo, plantado junto a una fuente. β Son los años de la celosía verde, cuando viendo detrás de los listones, una noche pasadas las diez, un niño va a pensar que se le viene encima una muchedumbre bien arropada, pero silenciosa. Alguien que debe intuir su pavor a aquel callado avance de los pasos múltiples en la penumbra le sujeta y susurra ternura además de aliento. Contra el olvido quedará registrado uno de los rituales de los viandantes de esas noches lejanas al pasar por aquel lívido tramo de la ciudad dormida: taparse con pañuelos y rebozos para conjurar el sereno en las horas altas y frías. Así se resguardaba el mundo del chiflón de la montaña y del frescor del río, como extras de una escena de nieblas, en un film de Igmar Bergman, también en blanco y negro. β Vistazo de la memoria infiel al portal ahora incierto, desde el que se escapa el ruido triste de dos cuerpos revolcándose bajo la luna. Zaguán plural del que debió fluir, a ratos, el rumor de los amantes que mitigaban sus heridas en la hendidura de la débil carne. Así asomaba de los hondos patios la belleza interior debida al perdón de los tejados que a dos aguas mojaban el amor. β Hacia el poniente, esquina con Avenida Estrada, la casa más antigua del rumbo, y enfrente la rocola del Shanghai donde Sara Montiel se vuelve vieja. Bésela, bésela mucho que en cualquier momento la tía hace mutis por el foro porque muy cerca está su última noche. De esa bocacalle va a salir un estruendo de motocicletas que, siendo japonesas, atribuiremos a Harley Davidson, en las que pueden cabalgar Ariel, Héctor o el propio Aquiles con June Beer, Margarita o Mary Jane sentadas a las ancas. En el aire quedará un reguero de ruido y humo, y en el recuerdo el llanto: Bye, bye, bye, Baby, bye, bye, Maybe I’ll see you around… β A un paso de la cocina y del portón del patio el río, a veces tardo o furioso trayendo su caudal del norte. Aun cuando agonice, su rumor es para mí el torrente por el que habla el corazón de la montaña. β Que el esplendor del flash alcance a todas las frondas de mi asombro por largos muy largos días.
Fotografías: Sergio Simpson, Centro de omunicación y estudios sociales (CESOS)
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